Varias de las preguntas y comentarios que me habéis mandado este mes ponen en (muy legítima) duda la utilidad de lo queer. Se cuestiona si elementos como lo transitorio o performativo, en lo que refiere a la identidad, más que aportar novedades son una pérdida de tiempo conceptual en el galimatías posmoderno, que tiene más de trendy que de revolucionario, y que supone una distracción de lo verdaderamente importante, que es dar solución al sempiterno problema de la libertad:
“No dejo de ver en lo que escribes un nombre distinto para algo que ya existía bajo otras formas. Parece una complicación más que una ayuda, porque al final hay que defender algo tan simple como la libertad.”
Es cierto, todo gira en torno a lo mismo. Todo gira en torno a ser libres, y últimamente hay una tendencia a desacreditar las llamadas ‘políticas de la identidad’ y sus propuestas de emancipación como distracciones de las verdaderas luchas, cuando no directamente como causas de su división. Sin embargo ese argumento que aparentemente llama al orden del orden, es decir, que trata de llamar la atención sobre cómo deben organizarse las luchas y alerta ante la amenaza de la desunión, es por partes iguales tramposo y peligrosamente ingenuo.
En primer lugar cabría preguntarse de qué estamos hablando cuando hablamos de libertad, y es que seguro que si nos enfrascásemos en un debate sobre la misma convendríamos rápidamente que es de todo menos algo tan simple. No vamos a dar una solución express a ese problema, porque ni es posible ni se pretende; pero sí es interesante retomar una pregunta (a propósito de esa crítica a lo queer como confusión retorcida de conceptos): ¿qué es la libertad, para empezar, sino un concepto? Un concepto que, como todos, tiene significado (contenido semántico e implicaciones pragmáticas). Es decir, es teórico y es práctico. ¿Qué definición manejamos cuando pensamos en libertad?
En nuestra comunicación cotidiana damos por hecho con frecuencia y total normalidad que compartimos el significado de las palabras, sin embargo si nos paramos a debatir sobre ello nos daremos cuenta rápidamente de que no suele ser así. Los conceptos se pretenden universales pero, ¿lo son? Hay ejemplos históricos de esa pretendida (y tramposa) universalidad que se abandera en ocasiones como progreso social; y que son reflejo de lo problemático de la definición de conceptos. Cuando se habla de los derechos y libertades de hombres y mujeres que se 'garantizan', por ejemplo, mediante el anuncio de un texto legal, pueden surgir voces que cuestionan la amplitud de esas palabras que, en la práctica, excluyen realidades que quedan fuera (o en el margen) de “derecho”, “libertad”, “hombre” o “mujer”. ¿Qué quiere decir esto? ¿Estamos ante una de esas pérdidas de tiempo en lo conceptual?
Angela Davis expuso un ejemplo esclarecedor en su reciente conferencia en Madrid sobre feminismo y antirracismo. Habló sobre el sufragismo y la lucha por el derecho al voto femenino. El movimiento sufragista trataba de conquistar un terreno en el ámbito de los derechos civiles que, tal y como estaba concebido, dejaba fuera del marco de ciudadanía a las mujeres; y por tanto implicaba un perjuicio para su libertad. Se estudia y se recuerda que el voto, en el contexto estadounidense y gracias a la lucha sufragista, se consigue para la mujer en 1920. Davis planteaba entonces el problema: ¿quién entraba dentro de ese concepto de ‘mujer’? Desde luego no la mujer negra, que no pudo ejercer su derecho al voto hasta 1965. Y ante esta falla de desigualdad violenta es tan urgente visibilizar las realidades marginadas por el concepto, como denunciar la falsa universalidad del concepto en sí. Ignorar que la emergencia de sujetos políticos ocurre por una razón histórica de necesidad, es dar la espalda a esa violencia. Es ignorar los problemas de un sistema obsoleto, que no es capaz de dar respuesta a experiencias y prácticas que no encuentran un lugar de reconocimiento como iguales (en un sistema que se define, además, como democrático e igualitario).Por lo tanto el terreno de la libertad es, como toda geografía lingüística, un campo de batalla en lucha por la amplitud del significado. Un mapa de conceptos en movimiento que se construye mediante prácticas teóricas y políticas.
Lo queer emerge como problematización y ruptura de los conceptos que se pretenden universales, en los que no caben las experiencias de la disidencia. Y ¿por qué? Pues porque no somos libres, y porque la pragmática ha sido siempre y sigue siendo demasiado estrecha.
Sabemos desde Austin y Searle que hacemos cosas con las palabras. Sabemos que los enunciados lingüísticos tienen una potencia transformadora que cambia de facto la realidad. El lenguaje articula nuestro mundo: cuando insulto a una persona la vinculo quiera o no a un colectivo con su carga histórica; cuando elaboro una memoria con palabras mi cuerpo se impregna de nostalgia; y cuando confieso que ‘te quiero’ nuestra relación, por fuerza, cambia. Hacemos cosas con palabras, constantemente, todos los días. Nuestros enunciados cambian la realidad, la crean, la desfiguran, la moldean, hacen que exista. Y decir que debemos olvidar los problemas conceptuales y centrarnos en la libertad, es banalizar el daño que los significados ejercen sobre las personas, y es ignorar el porqué histórico de la emergencia de sujetos políticos que no encontraban un lugar de existencia en los significados impuestos.
La palabra no es (no puede ser) axioma. La palabra es siempre híbrida. La palabra es fronteriza, siempre puede apuntar a significados otros, a posibilidades inesperadas, a disputas. La palabra es tentativa y pretende señalar la realidad. Sin embargo, y precisamente por su cualidad polisémica, la palabra es una fuente de posibilidades. Lo real y lo posible están separados por una frontera que ha de ser transitable, negociable y móvil. El paisaje social ha de ser imaginado para poder construirse, y las palabras (como armas que son, cargadas de futuro) contienen la posibilidad de (de)construcción transformadora. No hay un significado inmóvil para libertad. No puede haberlo. Tiene que mantenerse en disputa. Lo queer refleja este problema y propone estrategias de cambio y posibilidades de imaginar/crear significados otros para realidades otras. Retomemos ahora la pregunta: ¿Qué definición manejamos cuando pensamos en libertad?
Quizá una no muy distinta al problema que planteaba Davis, es decir, un significado que excluye por defecto. Parece que el terreno semántico de lo libre se cede por parcelas y puede habitarse con la condición de que alguien otres no lo hagan. Una definición que vincula lo libre con procesos inevitables de amenaza, (¿no es cierto que pensamos que mi libertad termina donde empieza la de los demás?).
Lo queer evidencia la obsolescencia del significado único y propone nuevas conjugaciones. Precisamente por su cualidad híbrida/polisémica, la palabra permite moldear posibilidades de significado. Podemos imaginar cosas con palabras, nuevos consensos lingüísticos en los que la ‘libertad’ no sea competitiva, excluyente o condicionada por la de los demás. Imaginar una libertad donde la de los demás sea también la mía, un espacio de significado que se transforme para lo común y lo colectivo, no al revés. Tentémonos a imaginar que la libertad empieza donde empieza la de los demás, porque de lo contrario, siempre estará condicionada por la subordinación de ese los demás (un espacio donde, por cierto, puede caber cualquiera).
Eso, este tipo de frontera lingüística (invisible muchas veces, otras tantas inexplorada), propone transitar lo queer para afrontar los conceptos que no son (nunca son) tan simples.
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